lunes, 24 de mayo de 2010

Manifiesto de la inocencia herida

El primer libro que publiqué, allá por el año 1978, se llamaba “Manifiesto de la inocencia herida”; aunque no faltó quien afirmase, con esa agresividad gratuita y enferma de algunos escritores, que aquello no era un libro. Ganas de fastidiar que hay a veces. Estaba hecho con papel, estaba encuadernado, lleno de textos y reproducido en número de trescientos ejemplares (no son muchos, ya lo sé). Aquel sujeto podría haber dicho que era un libro muy malo o lo que quisiera excepto que no era un libro. Porque un libro es un libro, igual que una mesa es una mesa, aunque esté coja o tenga tres patas, incluso si nos ponemos a jugar con el lenguaje como Peter Bichsel, lo que puede ser muy divertido pero no era el caso.
La cosa es que, libro o no, salió en una editorial modestísima, la Cooperativa de Autores Andaluces, dentro de su colección “Libros del Mar” y que pasó, salvo entre familiares y amigos, completamente desapercibido. Bueno, absolutamente no. Aunque yo lo creí así durante mucho tiempo, hace poco y gracias al invento este del internet he venido a saber que se le dedicó, al menos, una crítica (que no he leído) en la revista literaria Andarax. En la web dedicada al autor de la reseña, José Tuvilla Rayo, hay noticia del asunto. También he podido saber que fue lectura de cabecera (o de playa, lo que aún es mejor) de amigos que no lo eran entonces sino que he conocido años más tarde. Tal vez esto pueda animar un poco a aquellos que creen ver fracasar a los hijos de su magín con casi el mismo dolor del que viese a los de su carne malograrse en la vida. Tranquilos, les digo yo. Pues un libro siempre será, en todo caso, como un mensaje en una botella arrojado a las olas. Nunca se sabe dónde acabará. Este mío aún colea por el mundo. De una librería con presencia en la red, en la que aún lo venden ¡por tres euros!, he sacado la imagen de la portada, que encontré casualmente y a la que no puedo acceder ahora de otra manera. Mi gratitud para los dueños del probo establecimiento  cuyo negocio espero no dañar irreparablemente por colgar aquí esta brevísima antología del “Manifiesto de la inocencia herida”, a la que se puede acceder con un simple clic.

sábado, 22 de mayo de 2010

La planta embrujada

Hace más de un año que estoy en México y en este tiempo me he dedicado, entre otras cosas, a escribir una serie de artículos que, bajo el título genérico de “Magias de México”, se han ido publicando quincenalmente en el diario “El Mundo”.  Y, aunque por el momento he pausado esta tarea ensayística, hay tema para rato y no descarto retomarla e incluso darle forma de libro en un futuro más o menos próximo. Viene esto a cuento del post de hoy, que tiene que ver con uno de los viajes a los que me obligó la elaboración de esas narraciones.
 

Me había enterado casualmente de que en Xilitla, pueblo del estado de San Luis Potosí enclavado en la sierra huasteca, un tal Edward James, inglés millonario y excéntrico, amigo y mecenas de Salvador Dalí y de otros poetas y artistas, había invertido una parte considerable de su fortuna y su tiempo en la construcción de una ciudad surrealista en medio de la selva. Así que, tras informarme de los medios (ninguno cómodo) para llegar hasta allí, partí una noche en autobús de Morelia y arribé, tras un par de trasbordos, a las ocho de la mañana a mi lugar de destino.
 

Como pasa casi siempre con las cosas que nos encarecen (libros, películas, comidas, vinos, lugares) la realidad no se ciñó exactamente a la idea que yo había, inevitablemente, rumiado. La imaginación no camina, vuela. Y en su vuelo arrampla con todo, lo que hay y lo que no hay, lo que es y lo que no. Pero esta circunstancia, lejos de amilanarme, aún más me acicateó, que imaginación y yo siempre hemos ido de la mano y no la considero enemiga sino guía que señala a veces de enigmática forma. Además de que lo verdaderamente fascinante, sin que la construcción plasmada desmerezca en cuanto a su singularidad y chocante misterio, es la concepción de aquel fracasado y rico poeta inglés, su entrega a las voces que lo llamaron desde el país del sueño.
Paseé por Las Pozas (que así se llama aquel laberinto) más de seis horas. Compilando material para mi artículo, me perdí entre aquellos edificios que inmediatamente nos remiten a los mundos de Escher o Piranesi y a punto estuve de descalabrarme por una de las escaleras que apuntando al infinito no conducen a ninguna parte.
 

Al fin, bastante cansado, y tras recobrar ánimos con unas enchiladas y una cerveza, inicié mi regreso a Xilitla, distante unos dos kilómetros por un camino de terracería que atraviesa el bosque. No había recorrido trescientos metros cuando en el talud de la izquierda vi algo que me dejó completamente perplejo. Una planta que se movía sin que mediase el viento ni cualquier otro agente externo. Sus hojas, parecidas a la de una aspidistra, se movían -tic,tac- como la aguja de un metrónomo. Algo bien raro, ha de admitirse, y que hubiese constituido por sí solo sabroso asunto para uno de mis relatos, tal vez más que la insólita arquitectura de James. Pero eso hubiera requerido de otra investigación en la zona y entre sus pobladores. Y, si bien hoy me arrepiento de no haber hecho lo que debía, entonces me encontraba tan completamente agotado que ni se me ocurrió esa posibilidad. Falta de reflejos, tengo que reconocerlo. Acerté, sin embargo, no sé por qué, a grabar un video del fenómeno con mi cámara digital. Unos yanquis que pasaban por allí en aquel momento rumbo a Las Pozas fueron testigos y quedaron tan patidifusos como yo. En la peliculita (disponible en el post que está inmediatamente debajo de éste) se puede oír nuestro breve intercambio de palabras, que evidencia tanto el pasmo de los gringos como mi desmañado uso de la lengua inglesa.

planta en xilitla

viernes, 21 de mayo de 2010

Qué es "Maldevo"











“Maldevo” es el título de mi segundo libro. Publicado, en 1992, por la Diputación de Huelva, tras ese nombre hay un caótico puzzle de textos que, una vez ordenados o no, constituye (o, para ser más exactos y no identificar signo y referente,) evoca el mundo resultante de mi interacción con los paisajes de mi infancia y adolescencia. Visión que se quiere poética en la vivencia semionírica de la niñez y porque transcurre en un entorno que (hay testigos) era así, mezcla de realidad y magia, no pudo ser (o no permití que fuera) novela al uso, pues todo el obligado artificio que el género exige hubiese anulado la desestructura (o estructura aleatoria) del recuerdo, deviniendo quizá interesante relato (al que, advierto, no renuncio) pero no lo que yo en ese momento quería.
No puedo acordarme, como es natural, ni con exactitud ni sin ella, de los momentos en los que fui escribiéndolo. Sé que fue en algunos días de lluvia y en muchas siestas de verano junto al mar cuando, con edad diríase que inapropiada para una nostalgia de la que hoy casi no queda rastro, me asaltaban escenas y aventuras mitad recordadas mitad inventadas en la prolongación de una memoria proustianamente aguijoneada por el olor de la tormenta o de las siemprevivas, por la luz cegadora del mediodía estival o las notas de alguna vieja canción.
Tras muchas vacilaciones, Maldevo (cuyo título –y aquí no fantaseo- formaba parte de un poema que soñé y recordaba perfectamente al despertar), adoptó forma de miscelánea intergenérica. Poemas, cuentos y trozos de prosa aparentemente inconexos quisieron mostrar al lector un cosmos que a algunos gustó mucho y a otros no tanto.
Una anécdota. Durante mucho tiempo, quienes leían el libro me preguntaban qué era eso de Maldevo y qué significaba. Yo les decía la verdad, que no significaba nada, que era un nombre que había soñado dentro de un poema en el que se denominaba así al pueblo en el que yo había crecido. Años más tarde, cuando apareció Internet, busque un día, por curiosidad, esa palabra (que creía inexistente) en la red. Para mi sorpresa, apareció un lugar de Asturias que se llama así. Hoy he vuelto a buscarlo para enlazarlo a esto, pero ya no está. Nunca fui a verlo, aunque me he prometido que lo haré algún día.

Para los interesados, dejo aquí una pequeña muestra:

miércoles, 19 de mayo de 2010

¿Por qué un Blog?

Esta es la primera entrada de mi blog, aunque más que blog a mí me gusta llamarlo bitácora. Y, si bien es preciso no tomar la bitácora por la bitácora (ya Cortázar advertía que no había que confundir el pie con el pie), también es necesario no olvidar la primera bitácora, que es la que aporta las connotaciones aventureras y poéticas a la segunda y a la cosa en sí (no me refiero al noúmenos sino al asunto que nos traemos entre manos).
La razón por la que he hecho un blog es que me he enterado de que cualquier escritor que se precie hoy día debe de tener uno. Quiero dejar claro antes de proseguir que me autodenomino escritor por exclusión. No soy arquitecto ni médico ni obrero ni cura ni pintor ni cineasta ni ingeniero ni ninguna otra cosa. Escribo de vez en cuando. Luego soy escritor. El silogismo es, he de admitirlo, tremendamente chapucero. Pero es que tampoco soy filósofo. Podría decir que no soy nada, que es bastante más sublime que ser escritor (escritores hay más en la actualidad en cualquier pueblecito que psicólogos en la Argentina). Pero eso reviste tal exquisitez y requiere tan estratosféricas alturas metafísicas, que está a todas luces fuera de mi alcance. Otro excurso: desestimo las protestas de los que podrían aducir que sencillamente soy persona o profesor jubilado. Por dos motivos: lo de que soy persona (prosopos, máscara) cada vez lo tengo menos claro (ser persona ya es un grado que no todo el mundo se merece y la autocrítica es una práctica saludable que sí debería practicar todo el mundo) y profesor jamás fui; me hacía pasar por tal, como muchos otros, que es diferente. Así que soy escritor, qué le vamos a hacer. Y un escritor, queda dicho, ha de tener su bitácora. Cierto que un escritor como Dios manda no hace su propia bitácora. Ni muchísimo menos. Un escritor escritor ni se autoedita, por supuesto, ni monta su blog. En el mejor de los casos, deja una notita allí de vez en cuando con un gesto de desgana y displicencia. Un escritor de verdad que se ocupase de esas cosas sería como un rico que limpiara él mismo su propia casa o cambiara el aceite de su coche. Un escritor chipén que se respete preferirá no tener bitácora antes que llegar a la humillación de hacérsela él mismo. De modo que, en punto de blogs, podemos clasificar a los escritores en tres categorías: a) Los escritores sin el más mínimo género de dudas, cuyos blogs están a cargo de sus editoriales o sus clubs de fans. b) Los escritores que lo son, sí, claro, pero que aún no han llegado a la categoría anterior y c) Los que nunca llegarán, por descontado, a ser escritores a), ni siquiera b), pero les gusta eso de ser escritores y no les da pudor lo de hacer su propio blog y que, incluso, dado el caso, serían capaces de presentarse a un concurso televisivo sin temor al desdoro.
Bien. Obvio entonces, creo, dónde se me debería ubicar y especificada la razón por la que inicio esta bitácora, queda por aclarar (más bien aclararme a mí mismo) algo que, sin ser fundamental, no deja de tener una cierta importancia ¿Cuáles serán sus contenidos? Respuesta: no lo sé. Por ahora.
Mañana, más.