Autor: Félix Morales Prado
Es mediodía. Con sabor, aún, de mandarinas en la boca, mi amigo y yo doblamos a muerto desde la blanca torre de la iglesia blanca mientras construimos, con barro, pequeños muñequitos sin significado. Mientras el cura, lejos, en el camposanto, hace equilibrios en su frágil cuerda de fe, nosotros y el difunto, sin saberlo, convocamos al demiurgo olvidado, recuperamos la inocencia perdida.
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Las garzas le crecen a la marisma vespertina. Una irisación color de sol recorta su imagen al fondo, lejos de nuestra meta. Todo esto es como un vino, como un bálsamo ofrecido a nuestra existencia ciertamente dolorosa y dura. En la barca, mi amigo y yo permanecemos tranquilos. Nos sabemos flotando en el tiempo definitivo.
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Nace, grita, arma barullo el sol
corriendo por la arena,
surgiendo de las risas...
Encuentra luego el agua y calla
y entra, ya solo con su luz que va apagándose,
en el misterio frío.
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La soledad del anubarrado cielo gris parece
la soledad del hombre.
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Esta mañana el mar está lleno de medusas
blancas, azules, naranjas y violetas.
Se ha vestido de fiesta.
Brilla el sol.
Las aguamalas
han puesto roja la piel de los bañistas.
Y el mar se revuelca de risa por la orilla.
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Grito en la tarde honda
de gaviota muerta
sobre la arena quieta
de la marea baja.
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Surgió hacia mí, desde el centro de la piedra, una amenaza. Yo sólo soy un triste mortal. Nadie existe en esta tierra que habito. Me pregunto qué me puso frente a ella. Su seno segrega turbias miradas. ¡Mi alma tiembla hace tanto tiempo! Sólo un triste mortal. Solamente un abandonado que ignora su origen. Sólo soy esto. ¿Qué puede ser lo que me hace objeto de su odio?
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Úmbricas lagunas me dieron el agua, desdorados pájaros el canto y el violáceo olvido me dio el bálsamo, el beso necesario del descanso eterno. Por eso debo atravesar el trueno y llegar al agua. Atravesar el trueno y llegar al agua, que espera. Porque si allí nace la flor de loto yo soy el águila que cae y nadie lo sabe. Hasta el viento, incluso, lo ignora. Y vuelan palomas y murmuran las olas en la costa en otoño. Y pianos oxidados y nubes capturadas, como envolventes velos de gaviotas tristes, deciden.
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Quien ha logrado ver cómo los pasos
se han convertido en más y más estrechos.
Quien ha transportado calor entre los brazos
y, así de pronto, sólo hielo y huida y miedo antiguo,
y ve una máscara distorsionada y triste
mezclada en su destino o que, riendo,
tal vez sea su destino mismo,
siente más allá de las miradas
y, más allá de las miradas, se clava en lo que siente
un temblor, un viento, una desusada melodía
que, más que música (impersonal o hiriente),
parece ser un estremecimiento.
Por eso aquí los rostros se hacen más opacos
y también más lejanos y más difuminados
y más nada. Y nada (un pensamiento)
se convierte en rechazo, en dolor de las manos.
Y desde el corazón a la cabeza
sube una aspiración amarga, una letanía de dolores.
Y desde la cabeza al corazón
baja la incertidumbre pura o el mundo diluido en los objetos
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Es necesario ser
elevarse en el canto
por entre las leyendas y por entre el dolor.
Es necesario ir
del sueño hacia el vacío
que formará la copa de la futura luz.
No temer a la nada. Aferrarse a las cosas
u olvidarlas. Los hechos
se tragan a los hechos. El alma permanece
en medio de la historia.
Y es ella la que dicta el recto proceder.